VUELTA AL TAJO SIN SÍNDROMES, TRAUMAS…¡NI ENTUSIASMO!

Me siento frente a la pantalla para preparar materiales para mi vuelta al trabajo y acabo escribiendo sobre la enorme pereza que me provoca, sobre el abrazo a la procrastinación y la demora de las obligaciones que me ha acompañado todo el verano.

Busco en Google textos y/o viñetas sobre vuelta al trabajo y en la pantalla se desgrana un sinfín de páginas con consejos, planificaciones, recetas para “superar el síndrome postvacacional”, “volver al trabajo sin traumas” y gilipolleces parecidas. Pronto (“¡Regardé la gilipoyuá!”) los mismos decálogos servirán de socorrido relleno a los programas de noticias en televisión. Tal parece que no podemos relacionarnos con la normalidad sin nombrar eufónicamente un síndrome inventado o hacer parecer una patología psicológica (o psiquiátrica) algo tan natural y normal como sentirse encabronado por perder libertad para administrar tiempos y dedicación. Los pobres no tenemos ni síndromes ni intolerancias ni manías insuperables.

Vuelvo al tajo mañana. Punto. Ningún dramatismo, ningún síndrome. Pocas ganas y poco entusiasmo, debo admitir.

Volver a meterme en rutina laboral implica volver a mirar los calendarios (con poco cariño, poca ilusión, admito) y volver a localizar el reloj que dejé aparcado en un estante a finales de junio. También volver a mirar (y escuchar los pitiditos), con menos expectativa de algo agradable, tanto los correos electrónicos como los mensajes de “guasap”. Vuelvo a localizar la lista de tareas que escribí en mi calendario/planner a finales de junio. He conseguido con notable esfuerzo y dedicación no cumplir ninguno de los buenos propósitos para el verano que formulé hace dos meses. Nada nuevo. Llevo décadas de entrenamiento y de administración de prisas y apremios y de mi poderoso apego a la procrastinación.

No se hundirá mi mundo, pero se joderá un poquito. Empiezo a perder el control sobre mi tiempo, la capacidad de decidir cómo, cuándo y dónde perderlo, estirarlo o degustarlo. Pierdo el dominio de mi sueño y de mis insomnios, de mis siestas de lecturas, de mis madrugadas desvelado frente a páginas o pantallas. Se acaba la bulimia lectora del verano. Fin de las mañanas largas de compra en el mercado más empujado por el capricho de cocinar que por las listas de necesidades reales de aprovisionamiento. Adiós a los maratones de episodios de series o de películas hasta la madrugada en el “cine de verano” de mi patio.

Otra de las paradojas que observo en la multitud de decálogos y recetas para orientar a los candidatos al síndrome postvacacional es que parece que todo el mundo que vuelve a trabajar lo hace en una oficina. Veo fotos de empleados deprimidos frente a la pantalla del ordenador, gestos de resignación ante teclados o papeles. Ni una foto del síndrome postvacacional de quienes vuelven a la fábrica, o al taller, o a la obra, o al tractor, o a la barra o a la cocina. Los sufridos y sobrehumanos (algunos) autónomos, además, vuelven a cobrar dinerito sólo cuando vuelven a doblarla.

Por último, ni una queja o lloriqueo porque mis dos meses de vacaciones me parezcan escasos. Si me ofrecieran un tercero me parecería un disparate deseable, pero me ahorro los lamentos ante gente (la mayoría) que tiene mucho menos tiempo de descanso que yo para ahorrarles que se acuerden de mis difuntos ante la sangrante desigualdad. Otro de mis temores ante la vuelta es la inevitable retahíla de mini-conversaciones postvacacionales de catálogo. Preferiría una vuelta mucho más escueta en formulitas y bromitas, con un sentido mucho más espartano del lenguaje protocolario. Como en la célebre conversación en la peluquería; “¿Cómo prefiere que le corte el pelo? -¡En silencio!”.

¡Feliz vuelta al tajo, queridos/as!

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